El impacto del cambio climático en la vid: respuesta adaptativa y repercusiones en la calidad de la uva y el vino
Autores:
P. Romero
Grupo de Riego y Fisiología del estrés. Departamento de Bioeconomía, Agua y Medio Ambiente. Instituto Murciano de Investigación y Desarrollo Agrario y Alimentario (IMIDA). Alberca, Murcia.
Publicado en Enoviticultura nº52
Resumen
El panel intergubernamental sobre cambio climático (IPCC) en su último informe realizado en el año 2014 alerta que el calentamiento del sistema climático global (de la atmósfera y los océanos) es inequívoco. Actualmente hay un consenso casi unánime entre los científicos a que la principal causa del cambio climático actual (un calentamiento totalmente inusual durante los últimos 150 años) son las emisiones de gases de efecto invernadero (GEIs) de origen antropogénico (debido a la actividad humana), que se han incrementado de forma considerable desde la época preindustrial. En este artículo se hace un repaso por el impacto actual y futuro que puede tener el cambio climático en el viñedo con especial énfasis en la calidad de la uva y el vino. También se nombran algunas de las medidas de adaptación que pueden ser más eficaces y se proponen algunos modelos de viticultura sostenible que se pueden adoptar con el fin de contrarrestar el impacto negativo del cambio climático en el viñedo.
Palabras clave: Adaptación/mitigación, Calidad de uva y vino, Cambio climático, Sostenibilidad, Viñedos.
Abstract
The climate change impact in grapevine: adaptative response and effects on vine and wine quality. The intergovernmental panel on climate change (IPCC) in its latest report in 2014 warns that the warming of the global climate system (of the atmosphere and the oceans) is unequivocal. There is now almost unanimous consensus among scientists that the main cause of current climate change (a totally unusual warming during the last 150 years) is the emission of greenhouse gases (GHGs) of anthropogenic origin (due to human activity), which have increased considerably since pre-industrial times. This article reviews the current and future impacts of climate change in the vineyard with especial emphasis on the quality of grapes and wines. It also proposes some of the adaptation measures that can be more effective and explore some models of sustainable viticulture that can be adopted in order to counteract the negative impact of climate change in the vineyard.
Key words: Adaptation/mitigation, Berry and wine quality, Climate change, Sustainability, Vineyards.
El panel intergubernamental sobre cambio climático (IPCC) en su último informe realizado hasta la fecha en el año 2014 alerta que el calentamiento del sistema climático global (de la atmósfera y los océanos) es inequívoco (Figura 1). La temperatura global promedio se ha incrementado en 0,85ºC en el período comprendido desde 1880 a 2012 y alertan que las últimas tres décadas (de 1983 a 2012) ha sido probablemente el período más cálido de la historia de los últimos 1.400 años en el hemisferio norte, con un incremento también en la variabilidad de las temperaturas y precipitación. Por ejemplo, la temperatura media en Europa se ha incrementado en 1,7ºC en el período comprendido entre 1950 y 2004. Además, el período desde 1998 a 2012 ha sido el más seco de los últimos 500 años (Guiot y Cramer, 2016). Los estudios más recientes sobre la evolución global de la temperatura confirman que la temperatura del planeta sigue en aumento y que en los años 2014, 2015 y 2016 se registraron de forma consecutiva nuevos récords de temperaturas desde que se tienen medidas (Rahmstorf y col., 2017) y actualmente la temperatura del planeta se está incrementando a un ritmo de casi 0,2ºC por década (Millar y col. 2017). También se han observado cambios importantes en la salinidad de los océanos y una disminución en el pH del agua, dando lugar a un proceso de acidificación progresiva (con un incremento de un 26% en la acidez del agua) desde la era preindustrial debido a la absorción de grandes cantidades de CO2 por parte del océano.


Figura 1. Observaciones y otros indicadores de cambios en el sistema climático global. a) Anomalías registradas en la temperatura combinada de la tierra y los océanos (promediadas globalmente), b) cambios en el nivel del mar a escala global, c) en la concentración de gases de efecto invernadero y d) en las emisiones antropogénicas de CO2 desde 1850 hasta el año 2010. Cambios observados en la temperatura media en diferentes regiones del planeta en el período comprendido entre 1970 a 2004. Fuente: 5º Informe del IPCC sobre Cambio climático (Año 2014). Resumen para políticos (IPCC, 2014). http://www.ipcc.ch/
En las últimas décadas (período comprendido entre 1992 y 2011) también ha habido cambios importantes en el régimen de precipitaciones en muchas regiones del planeta. Las superficies de nieve y hielo han disminuido en el hemisferio norte, Groelandia y la Antartida y la extensión de los glaciares se ha reducido en todo el mundo, alterando así el ciclo hidrológico y afectando a los recursos hídricos en términos de calidad y cantidad. Así la extensión media anual de hielo ártico desde el año 1972 hasta el año 2012 ha disminuido a una tasa del 3,5 al 4,1% por década y en poco más de un siglo, en el período comprendido entre 1901 y 2010 el nivel medio del mar a escala global se incrementó en 0,19 m, siendo esta tasa de incremento en el nivel del mar, la mayor observada desde hace dos milenios (IPCC, 2014) (Figura 1). También se ha observado un incremento en la frecuencia de fenómenos climáticos extremos desde 1950, incluyendo una disminución en las temperaturas extremas muy frías, un incremento en las temperaturas extremas muy cálidas y en el número eventos con precipitaciones muy intensas en numerosas regiones del mundo. Por ejemplo, las olas de calor se han incrementado en grandes regiones de Europa, Asia y Australia, y otros fenómenos como sequías, inundaciones, ciclones e incendios forestales han ido en aumento en numerosas regiones del planeta. El IPCC concluyó que es muy probable que la actividad humana haya contribuido a los cambios observados a escala global en la frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos con temperaturas extremas como olas de calor desde la segunda mitad del siglo XX (IPCC, 2014). Además, desde 1980, la reducción del grosor de la capa de ozono ha producido un incremento de entre un 6 y un 14% en la radiación UV–B incidente en la superficie de la tierra, lo cual se espera que revierta a los niveles de los años 80 para el 2040–2070 si se cumple el protocolo de Montreal.
Recientes análisis también indican que en la pasada década (2003–2012) el contenido de vapor de agua de la atmósfera a escala global ha disminuido significativamente, especialmente más en el hemisferio norte que en el hemisferio sur y más sobre la superficie del océano que sobre la superficie terrestre, con importantes consecuencias para los procesos hidrólógicos y el cambio climático global (Mao y col. 2017).
Actualmente hay un consenso casi unánime entre los científicos a que la principal causa del cambio climático actual (un calentamiento totalmente inusual durante los últimos 150 años) son las emisiones de gases de efecto invernadero (GEIs) de origen antropogénico (debido a la actividad humana), que se han incrementado de forma considerable desde la época preindustrial, ligadas al desarrollo económico y al crecimiento demográfico, junto con otras actividades como la deforestación y la degradación del suelo. Esto ha ocasionado que las concentraciones en la atmósfera de CO2, metano y óxidos de nitrógeno se hayan incrementado hasta niveles sin precedentes en los últimos 800.000 años (Figura 1). Así, los niveles de CO2 en la atmósfera se han incrementado de 280 ppm en la era preindustrial hasta cerca de los 400 ppm en la actualidad. Estudios más recientes indican que en el año 2016 la concentración de CO2 en la atmósfera superó un nuevo record, alcanzando las 403.3 ppm (partes por millón), de acuerdo a los datos de la Organización meteorológica mundial (https://public.wmo.int/en/media/press-release/greenhouse-gas-concentrati... new–record) (WMO, 2018). Este nuevo record fue debido en parte a la actividad humana y en parte también debido al fuerte fenómeno del niño ocurrido en 2015/2016 que disparó fenómenos de sequía en muchas regiones tropicales y redujo la capacidad sumidero de bosques y océanos para absorber CO2. La última vez que la tierra experimentó una concentración comparable de CO2 en la atmósfera fue hace entre 3 y 5 millones de años, donde el clima era 2–3ºC más cálido y el nivel del mar entre 10 y 20 m más alto que el actual. También la concentración de metano en la atmósfera (el segundo gas de efecto invernadero más importante y donde el 60% de sus emisiones provienen de la actividad humana) alcanzó un nuevo record en 2016, de alrededor de 1.853 ppb (partes por billón) y hay ahora un 257% más que en la era preindustrial (https://public.wmo.int/en/media/press-release/greenhouse-gas-concentrati... new-record) (WMO, 2018).
Además, se estima que entre 1750 y 2011 las emisiones acumuladas de CO2 antropogénico fueron de 2.040 gigatoneladas de CO2 y que la mitad de las emisiones de CO2 antropogénico en este período ha ocurrido en los últimos 40 años (IPCC, 2014). Alrededor del 40% de estas emisiones ha permanecido en la atmósfera, el 30% fue absorbido por el océano y el resto fueron eliminadas de la atmósfera y acumuladas en las plantas y suelo. Las emisiones de origen antropogénico han continuado incrementándose durante el período comprendido desde 1970 al 2010, a pesar del número creciente de políticas de mitigación del cambio climático que se han desarrollado. Las emisiones de CO2 procedentes de la quema de combustibles fósiles y de procesos industriales contribuyeron al 78% del total de incremento en las emisiones de gases de efecto invernadero registrado en los últimos 40 años, siendo el sector energético, seguido del sector agrícola y forestal y el sector industrial, transporte y construcción por este orden las fuentes que más contribuyeron a estas emisiones.
Estos cambios en el clima han causado hasta la fecha impactos importantes en los sistemas naturales (ecosistemas) y en las sociedades humanas en todos los continentes. Los resultados de numerosos estudios que cubren un amplio rango de regiones, ecosistemas y cultivos indican como muchas especies terrestres, marinas y de agua dulce han alterado sus rangos geográficos, actividades y comportamiento, patrones de migración, abundancia e interacción con otras especies en respuesta al cambio climático global. Además, señalan que los impactos negativos del cambio climático sobre los sistemas humanizados y los cultivos son más frecuentes que los impactos positivos, lo que revela un alto grado de vulnerabilidad de los sistemas humanos a la variabilidad climática actual (IPCC, 2014). Por ejemplo, solo en Europa desde el año 2007, se han registrado numerosas alteraciones cuya principal causa se ha comprobado que es debida al cambio climático, tales como, una brotación y maduración más temprana en cultivos leñosos y frutales, un incremento en la colonización de especies invasoras, una llegada más temprana de aves migratorias a Europa, un incremento en la superficie forestal quemada en Portugal y Grecia, una proliferación de especies de aguas cálidas en el Mediterráneo, una alteración en la distribución de muchas especies de peces, zooplacton, aves marinas e invertebrados y un aumento de la mortalidad humana relacionada con altas temperaturas (olas de calor, IPCC, 2014).
La pregunta que se plantea actualmente es qué va a ocurrir con el clima del planeta a escala global y a escala regional a corto, medio y largo plazo. Debido a que existe una amplia evidencia de una relación casi linear entre la acumulación de CO2 y la temperatura global (es decir el calentamiento global) se han proyectado diversos escenarios climáticos para el año 2100 en función de la cantidad de emisiones de CO2 y de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera (GEIs). Que se dé uno u otro escenario va a depender de numerosos factores como son: la variabilidad climática natural, el tamaño de la población, la actividad económica, los cambios en el estilo de vida, el uso más o menos eficiente de la energía, el uso del suelo, los avances tecnológicos y las políticas medioambientales, climáticas y de adaptación/mitigación que se lleven a cabo en los próximos años y décadas. El escenario más restrictivo y ambicioso que se ha propuesto hasta la fecha y que se estableció en la Convención de Naciones Unidas sobre el cambio climático celebrada en París el año 2015 fue el de mantener el incremento de la temperatura media global por debajo de 2ºC sobre la temperatura media de la era preindustrial (1861–1880) para final de siglo. Los resultados de los modelos revelan que para que se diera este escenario con una probabilidad del 66% requeriría que las emisiones de CO2 acumuladas de todas las fuentes antropogénicas desde 1870 estuvieran por debajo de 2.900 gigatoneladas de CO2. Actualmente (con datos de 2011) ya se han emitido a la atmósfera 1.900 gigatoneladas de CO2 (IPCC, 2014). Este grupo de expertos también alerta que, para mantener el incremento de la temperatura global por debajo de 2ºC, las emisiones de GEIs en todos los sectores deberían ser reducidas entre un 40 y un 70% para el 2050 comparado con los valores del 2010, y las emisiones tendrían que ser cero o incluso por debajo de cero para el 2100 (IPCC, 2014). Los estudios alertan que el uso continuado de combustibles fósiles, sin una disminución progresiva en las próximas décadas, nos pondría a mediados del siglo XXI con valores de CO2 no vistos desde el Eoceno (hace 50 mill. de años) y predicen que si el CO2 continua aumentando en los próximos siglos, puede poner al sistema climático de la tierra en un estado sin precedentes, que no se haya observado al menos en los últimos 420 mill. de años (Foster y col. 2017).
Independientemente del escenario de emisiones, según algunos modelos, los cambios proyectados en el sistema climático terrestre prevén con bastante probabilidad un aumento de la temperatura media global para final de siglo (2081–2100) que excede 1,5ºC relativo al período (1850–1900), aunque algunos escenarios menos restrictivos prevén que se excedan los 2ºC para final de siglo (Figura 2). Los escenarios de emisiones más restrictivos (RCP2.6, Representative concentration pathways) también prevén incrementos en la temperatura media de la superficie de la tierra para final de siglo entre 0,3 y 1,7ºC comparado con la temperatura media en el período 1986–2005 y entre 2,6 y 4,8ºC para el peor escenario de emisiones (menos restrictivo RCP8.5) (IPCC, 2014). Además la región ártica continuará calentándose más rápidamente que la media global con reducciones muy importantes del hielo ártico y con toda probabilidad serán cada vez más frecuentes los fenómenos de extremo calor (olas de calor) en más regiones del planeta y de más larga duración.


Figura 2. (A) Cambios probables en la temperatura superficial y en la precipitación media de la tierra basados en las proyecciones realizadas por varios modelos climáticos para el período 2081–2100, relativo al período (1986–2005) para un escenario de bajas emisiones (RCP2.6) y uno de altas emisiones (RCP8.5). (B) Cambios probables en la precipitación estacional en diferentes regiones de Europa para el período 2071–2100 comparado con el período 1971–2000 para un escenario intermedio (RCP4.5) y alto (RCP8.5) de emisiones de gases de efecto invernadero. (C) Perspectiva global de los riesgos relacionados con el cambio climático (CC). Los riesgos de un impacto severo y muy extendido del cambio climático en todo el planeta (en rojo y morado) se incrementarán si la Tª media de la superficie de la tierra sobrepasa los 2ºC para final de siglo (IPCC, 2014; http://www.ipcc.ch/).
Los cambios en las precipitaciones tampoco serán uniformes. En muchas regiones secas o semiáridas de latitudes templadas y subtropicales la precipitación media probablemente disminuirá, mientras en otras regiones más húmedas la precipitación aumentará (Figura 2). Además los períodos de lluvias muy intensas o extremas serán cada vez más frecuentes en muchas regiones del planeta, sobre todo en zonas de latitudes templadas y tropicales húmedas. El océano continuará calentándose durante el siglo XXI con un mayor calentamiento esperado en las regiones tropicales y subtropicales del hemisferio norte. Además, aunque el aumento del nivel del mar no será uniforme en todas las regiones, se prevé para el periodo 2081–2100 (relativo al período 1986–2005) un aumento medio del nivel del mar a escala global que va de 0,26 a 0,55 m para los escenarios de emisiones de CO2 más restrictivos y de 0,45 y 0,82 m para los escenarios más pesimistas. Aunque es incierto en qué momento la alteración del sistema climático producirá cambios abruptos e irreversibles, sí es cierto que el riesgo de alcanzar y traspasar ese umbral peligroso se incrementa con el aumento progresivo de la temperatura. Incluso como el IPPC alerta, muchos de los cambios ya producidos en el clima (por ejemplo la acidificación o el aumento del nivel del mar) continuarán durante siglos incluso aunque la temperatura media global se estabilizara y las emisiones antropogénicas de CO2 se parasen. De hecho, para las próximas dos décadas, se proyecta un calentamiento de unos 0,2°C por decenio para una gama de escenarios de emisiones IE–EE (Informe Especial sobre Escenarios de Emisiones). Incluso si las concentraciones de todos los gases de efecto invernadero y de aerosoles se hubieran mantenido constantes en los niveles del año 2000, podría esperarse un calentamiento ulterior de 0,1°C aproximadamente por decenio (IPCC, 2007). Algunos escenarios de cambio climático también predicen aumentos de la radiación UV–B (280–315 nm) para la próxima década debido a cambios en los patrones de nubosidad, a pesar de la recuperación observada en la capa de ozono (IPCC, 2007).
Los riesgos asociados con el cambio climático afectarán tanto a los sistemas naturales como a los sistemas humanizados y su impacto no será homogéneo, sino que dependerá de las diferentes regiones del planeta y será mayor en las comunidades y regiones rurales más vulnerables y en los países más pobres y desfavorecidos. En este sentido se espera que el cambio climático intensifique problemas relacionados con la salud humana, seguridad alimentaria, pérdidas de infraestructuras, incremento de la pobreza y hambrunas, una ralentización del crecimiento económico, incremento del riesgo de conflictos violentos y grandes desplazamientos de población en muchas regiones desfavorecidas del planeta. El IPCC también alerta que si no se toman medidas de mitigación y adaptación urgentes adecuadas y ambiciosas, en un futuro prevé impactos potenciales muy importantes para grandes regiones de Europa, Asia y Norteamérica, entre los que destaca un incremento en la mortalidad humana debido a fenómenos extremos relacionados con el calor y las altas temperaturas, un incremento en los daños producidos por incendios forestales, un incremento en los daños producidos por crecidas de ríos e inundaciones en zonas urbanas y costeras y un incremento de los problemas relacionados con la escasez de recursos hídricos renovables tanto superficiales como subterráneos (sequías, restricciones de agua para consumo humano y agrícola), lo cual intensificará la competencia por el agua entre diferentes regiones y sectores (IPCC, 2014). La pregunta clave es si estamos en la senda de reducir las emisiones de GEIs para estabilizar el clima por debajo del valor umbral de 2ºC para final de siglo. En este sentido existen algunos signos positivos que ayudan a mantener la esperanza. Análisis recientes indican que limitar el incremento de temperatura a 1,5ºC no es todavía geofísicamente imposible, pero requeriría mayores esfuerzos y medidas de mitigación más ambiciosos que disminuyan de forma rápida, efectiva y profunda las emisiones de GEIs a partir del año 2030 (Millar y col. 2017). Según este estudio, para ello habría que limitar la emisión acumulada de CO2 a alrededor de 200–250 GtC después del año 2015, lo que limitaría el calentamiento global y nos podría mantener en la senda de cumplir el escenario de mitigación más ambicioso (RCP 2.6) propuesto en París, de un calentamiento entre 1,2 y 2ºC respecto de mediados del siglo XIX (Millar y col. 2017).
También el informe del año 2017 de seguimiento del progreso hacia los objetivos climáticos y energéticos establecidos por la Unión Europea para el año 2020 destaca que las emisiones de GEIs en la UE en su conjunto (aunque hay variaciones según los países) se han reducido un 22% respecto a los niveles del año 1990 (20% fue el objetivo establecido para el año 2020) y el uso de energía de fuentes renovables se ha incrementado un 16,7% y está cerca de un 20% (objetivo propuesto por la UE para el 2020) (EEA Report, 2017). Además, los compromisos adquiridos por la UE son que para el 2030 la reducción de GEIs sea de un 40% y para el 2050 de un 80–95% comparado con los niveles de emisiones de 1990 (EEA Report, 2017).
En el caso de España más esfuerzos se deben hacer para cumplir con el objetivo vinculante de reducir en un 10% sus emisiones de GEIs en los sectores difusos (transporte, residencial, residuos etc…) respecto a las del 2005 y contribuir a alcanzar la reducción del 20% acordado para el 2020 con respecto a 1990. Por ejemplo, en España las emisiones de GEIs en 2015 registraron un incremento del 3.5% respecto al año anterior (principalmente debido a un aumento en el sector energético) y España contribuyó con el 7,8% de las emisiones totales de GEIs de la UE–28 en 2015. El sector agrícola contribuyó con el 11% de las emisiones totales de GEIs en 2015, y hubo un incremento de algo más del 3% en las emisiones en este sector con respecto al año 2014 (Mapama. Perfil Ambiental de España, 2017).
En la cuenca mediterránea la temperatura media es ahora 1,3ºC más alta que durante el período comprendido 1880 y 1920 (Guiot y Cramer, 2016) y ese incremento de 1,3 grados no ha sido homogéneo en ella, sino que ha habido zonas más afectadas como el sur y el este de la cuenca, fundamentalmente España, el Norte de África y Oriente Medio. Así, en España, la temperatura media anual entre 1961 y 1990 se incrementó 1,4ºC en toda la cuenca mediterránea española (superior a la media global del planeta). Por otra parte, también las precipitaciones durante este periodo han disminuido, sobre todo en la parte meridional, mientras que ha aumentado significativamente su variabilidad. En el sureste español, se ha establecido en un 11% la reducción de recursos hídricos como consecuencia del cambio climático para la Cuenca del río Segura. Además en el Mediterráneo el nivel del mar desde los años 90 ha ascendido a un ritmo de entre 2,5 milímetros y 1 centímetro al año (ORCC, 2010).
A pesar de las incertidumbres que hay en las proyecciones y simulaciones de los modelos climáticos, tanto el último informe del IPCC del año 2014, como estudios más recientes (Guiot y Cramer, 2016; Fraga y col., 2016) proyectan en todos los casos de escenarios de cambio climático un mayor calentamiento y una mayor escasez de agua en el sur de Europa y especialmente en la península ibérica (Fraga et al., 2018) (Figura 2), que se relaciona con un mayor déficit de humedad del suelo en verano y también con un menor enfriamiento en los meses más fríos (es decir se esperan veranos e inviernos más cálidos), sobre todo en el sur y sureste de la península ibérica (Resco, 2015). Además para la Cuenca Mediterránea casi todas las simulaciones alertan de que el calentamiento proyectado va a exceder a la media del calentamiento global. Un calentamiento global por encima de 2ºC (respecto a la era preindustrial) puede suponer cambios muy importantes en los ecosistemas mediterráneos, como pérdida de biodiversidad, reducción de zonas forestales y una expansión de las zonas desérticas (incremento de la desertización), y riesgos importantes para la población, como una disminución de los recursos hídricos y un incremento de la demanda de agua para riego, energía y uso doméstico (IPCC, 2014).
Los análisis más recientes proyectan que aproximadamente en un siglo el cambio climático antropogénico alterará los ecosistemas en el Mediterráneo de una forma sin precedentes en los últimos 10.000 años. Habrá cambios importantes en la vegetación e indican que probablemente habrá una gran expansión del desierto en el sur de Europa (concretamente el sur de España), si no se adoptan medidas y políticas más ambiciosas de mitigación que mantengan el incremento de temperatura global para final de siglo por debajo del umbral de 1,5ºC (Guiot y Cramer, 2016). Por tanto, la península ibérica es una de las regiones europeas con mayores impactos potenciales por incrementos del estrés térmico y de escasez de agua. Así, los escenarios más pesimistas para España prevén un incremento de entre 3 y 5 grados en la temperatura máxima a final de siglo. La elevación será mayor cuanto más al centro de la península debido al efecto de amortiguación del mar en el litoral. Esto podría llegar a ocasionar un incremento de las olas de calor sobre todo en la mitad sur peninsular. Estos modelos también predicen que a medio y largo plazo se producirá a nivel nacional una reducción de las precipitaciones y sobre todo en el suroeste y sureste de la península ibérica (esperándose un descenso entre 10 y el 40%). Como consecuencia habrá un aumento de la evapotranspiración y de las necesidades hídricas de los cultivos con consecuencias para la disponibilidad y calidad del agua. El descenso de los recursos hídricos disponibles se cifra entre un 20 y un 40% para finales de siglo (ORCC, 2010).
En relación con el rápido ascenso del nivel del mar en el Mediterráneo desde la década de los 90 (entre 2,5 y 10 milímetros por año), el Instituto Español de Oceanografía (IEO) predice que, de seguir esta tendencia, el nivel de las aguas subiría entre 12,5 cm y 0,5 m en los próximos 50 años, y el resultado será un retroceso muy visible de la línea de contacto arena–agua, aun con subidas muy moderadas del nivel medio del mar (ORCC, 2010). Otro efecto destacable del cambio climático sobre la salud es la modificación que se prevé tendrá en la dinámica de las enfermedades infecciosas transmitidas por vectores. En nuestras latitudes, podrían potenciarse las enfermedades ligadas a vectores de transmisión por su proximidad con África y por las condiciones climáticas cercanas a las de zonas donde hay este tipo de enfermedades (ORCC, 2010). Además, las condiciones climáticas más extremas proyectadas por los modelos climáticos para el sur de Europa (principalmente en la cuenca mediterránea) prevén en un futuro impactos severos en la agricultura tales como una mayor evapotranspiración de los cultivos, una mayor variabilidad en la producción y en las cosechas, una reducción en las área disponibles para los cultivos tradicionales, un adelantamiento del ciclo fenológico y una prolongación del ciclo anual de crecimiento en numerosos cultivos.
El análisis de los datos climáticos históricos a escala global revelan que entre 1950 y 1999 la temperatura media en las principales regiones vitivinícolas productoras de vinos de calidad se ha incrementado en 1,26ºC (Jones y col., 2005), lo que puede influir de forma importante en la productividad y calidad final de la uva y el vino (Fraga y col., 2013). Por ejemplo, en los últimos 15 años, se ha observado una reducción de la producción en la mayoría de las regiones vitivinícolas de Francia (Van Leeuwen y Destrac–Irvine, 2017). Además, en Europa, el incremento de temperaturas observado desde los años 50 del siglo pasado (1,7ºC desde 1950 a 2004) ya ha producido en muchas regiones vitícolas europeas (sobre todo en la cuenca mediterránea) un adelanto en la fenología de la vid (adelanto de la brotación, envero, maduración y la vendimia), una menor duración de los períodos o intervalos de crecimiento de la planta (Jones y Davies 2000), una mayor duración del período de postcosecha (desde la vendimia hasta la caída de hoja) y más acumulación de grados día hasta caída de hoja (Hall y col., 2016). Este adelanto en la vendimia puede provocar que la maduración de la uva tenga lugar en un período más cálido de lo habitual, lo que puede tener efectos negativos sobre la calidad de la uva y el vino. Así, en los últimos 30 años se ha observado en numerosas regiones vitivinícolas una clara modificación en la composición de la uva que puede ser atribuida en parte al cambio climático, entre otros factores. En general las uvas contienen más azúcar, menos ácidos orgánicos (principalmente málico) y un pH más alto. Además se han observado también cambios en algunos componentes aromáticos (Van Leeuwen y Destrac–Irvine, 2017).
Las proyecciones del cambio climático para el siglo XXI prevén importantes impactos en los viñedos a nivel mundial, aunque los impactos no van a ser uniformes en todas las regiones vitivinícolas. Los modelos a escala global proyectan incrementos de temperatura hasta mediados de siglo en las principales regiones vitivinícolas de 0,42ºC por década (2,04ºC en total). Estos análisis también alertan que mientras el calentamiento observado en el siglo XX a nivel global parece haber sido beneficioso para la producción de vinos de calidad, el cambio climático futuro tendrá impactos muy diferentes en función de la localización geográfica y de las variedades, llegando en algunas regiones a exceder los umbrales óptimos de temperatura para algunas variedades, haciendo impracticable su cultivo y reduciendo la obtención de vinos de calidad (Jones y col., 2005). Algunos estudios predicen que las áreas óptimas para el cultivo del viñedo a nivel mundial disminuirán entre un 25 y 73% en las principales regiones vitivinícolas para el año 2050 con un escenario de emisiones de CO2 muy alto (RCP 8.5) y entre un 19% y un 62% para un escenario de emisiones más restrictivo (RCP 4.5) (Hanna y col., 2013). Por ejemplo, los modelos prevén que en Estados Unidos las áreas de producción vitivinícola se reduzcan hasta en un 81% para finales de siglo debido al incremento en la frecuencia de días con calor extremo (> 35ºC) y que haya un cambio hacia el cultivo de variedades mejor adaptadas a altas temperaturas y una menor producción de vinos de calidad (White y col., 2006).
Los cambios proyectados para la viticultura en Europa, para el período 2040–2070, señalan la aparición de nuevas regiones para la producción vitivinícola (en latitudes más altas y más hacia el norte, hasta 55ºN) y el continuo adelanto en el ciclo fenológico (la brotación/vendimia puede llegar a adelantarse un mes). Se espera un incremento de la aridez y un estrés hídrico severo sobre todo en áreas del sur de Europa (Sur de la península ibérica e Italia), reduciendo la producción y el crecimiento. Sin embargo, se prevé que el incremento de CO2 atmosférico compense parcialmente los efectos producidos por la sequía en la producción y el crecimiento, sobre todo en el centro y norte de Europa (Fraga y col., 2016a). Otros estudios predicen que la región mediterránea será donde haya una mayor pérdida de zonas óptimas para el cultivo de la vid y señalan que para mantener la sostenibilidad del viñedo hasta el año 2050, será necesario aplicar diferentes medidas de adaptación y cambios en el manejo del viñedo, incluso en aquellas regiones que se consideran óptimas para el viñedo en el futuro (Toth y Végvári, 2016).
Algunos análisis económicos realizados para estudiar el impacto económico que puede tener el calentamiento global en el viñedo y en el vino apuntan en el mismo sentido (Ashenfelter y Storchmann, 2016), y aunque con ciertas incertidumbres también alertan de que: 1) un incremento de la temperatura puede ser beneficioso o perjudicial para la viticultura, dependiendo de la región. 2) En general en regiones localizadas más hacia el norte (por ejemplo de Alemania hacia latitudes más altas) o más hacia el sur (Patagonia, Tasmania) el calentamiento global puede beneficiar a estas regiones, pero en regiones como España, Francia y otros países europeos más cercanos al ecuador tendrá efectos adversos. 3) Los autores concluyen que en estos países europeos, el concepto de vinos asociados al terroir (con un particular clima y suelo) y con normas de cultivo, elaboración y de marketing demasiado rígidas y una regulación del mercado demasiado inflexible pueden ser un hándicap para permitir adaptaciones efectivas al cambio climático, comparados con los vinos del nuevo mundo donde existe una regulación más laxa (Ashenfelter y Storchmann, 2016) (Wolkovich y col. 2018).
Los análisis realizados para la viticultura española indican que el cambio climático producirá en general incrementos en la variabilidad interanual del potencial vitivinícola que puede aumentar la irregularidad de la producción y de la calidad obtenida (Resco, 2012). Por ejemplo, en España, los climas más cálidos para el viñedo se encuentran en la mitad sur y sureste peninsular y en las regiones más cálidas del valle del Ebro, y serían estas zonas precisamente las que afrontarían los mayores impactos. El calentamiento global podría causar que paulatinamente estos climas más calurosos asciendan en altitud extendiéndose hacia el interior, donde además se experimentaría un mayor incremento de temperaturas a medida que la influencia marítima es menor. Un clima más cálido y seco modificará las zonas óptimas para el cultivo de la vid y limitará las variedades que se puedan cultivar en numerosas regiones, reduciendo en muchos casos las zonas climatológicamente óptimas para el cultivo de la vid. Además, según las proyecciones climáticas, una reducción de la humedad en estos climas muy secos del sur y sureste peninsular y en las cuencas baja y media de los ríos Duero y Ebro incrementaría la evapotranspiración y las necesidades hídricas del viñedo (Resco 2012, 2015) y haría del riego un factor imprescindible y necesario para la sostenibilidad del viñedo (Resco y col., 2016), en un contexto de mayor competencia y escasez de recursos hídricos. Además unas temperaturas excesivamente altas en la época de maduración tendrían efectos negativos en la calidad al ocasionar un exceso de madurez y de azúcares en la uva (Fraga y col., 2013).
Por el contrario, en las zonas vitivinícolas húmedas del norte de España el cambio climático puede tener a corto y medio plazo algunos efectos positivos tales como intervalos de crecimiento de la vid más rápidos y cortos, menor riesgo de heladas y de ataques de algunas plagas y enfermedades, posibilidad de cultivar un mayor número de variedades, un incremento de las zonas óptimas para el cultivo de la vid y un aumento en la acumulación de carbono y biomasa (debido a una mayor temperatura y fijación de CO2) que puede llevar asociados algunos beneficios adicionales para la producción y la calidad (Resco y col., 2016). Por ejemplo algunos estudios realizados en regiones vitivinícolas como en Burdeos (Francia), con un clima oceánico y sobre variedades como Merlot y Cabernet Sauvignon, han constatado una tendencia en las últimas décadas (período 1952–1997) hacia: 1) un adelanto del ciclo fenológico de la vid (sobre todo de la brotación y de la cosecha), 2) un acortamiento de los intervalos de crecimiento de la vid (sobre todo de brotación a cosecha, de floración a envero y de floración a cosecha) y 3) una prolongación del ciclo de crecimiento anual de la vid (desde brotación hasta la senescencia y caída de hojas), lo que han relacionado con un incremento del potencial cualitativo de la uva y con la obtención de mejores vinos en esa región vitivinícola (Jones y Davies, 2000).
Algunos estudios son más optimistas y señalan que para el 2050 el cambio climático no afectará dramáticamente a la sostenibilidad del viñedo en las principales regiones vitivinícolas actuales, y prevén que estas regiones continúen produciendo vinos de calidad (van Leeuwen y col., 2013). Los autores se basan en que (desde 1971 al 2012) algunas regiones vitivinícolas europeas como la región de Rheingau (en Alemania) y las regiones de la Borgoña y del Valle del Río Ródano (en Francia), a pesar de haber superado los límites máximos de incrementos de temperatura establecidos para la sostenibilidad del viñedo y a pesar del incremento de la aridez, siguen produciendo vinos de calidad. Ellos argumentan que en algunos análisis no se ha tenido lo suficientemente en cuenta las posibles medidas y estrategias de adaptación de la viticultura frente al calentamiento global y que pueden compensar parcialmente los efectos negativos del cambio climático (Leeuwen y col., 2013). En la misma línea va otro trabajo realizados otra zona vitivinícola (como en la región de Campania, Italia), en la variedad Aglianico, donde los modelos de simulación a medio plazo (período comprendido entre 2021 y 2050) indican una alta capacidad de resiliencia del viñedo y un buen potencial para mejorar la calidad de la uva en diferentes tipos de suelo (Bonfante y col., 2017). De igual modo, un reciente estudio realizado en dos regiones vitivinícolas (California y Burdeos) y basado en observaciones sobre el comportamiento fisiológico de diferentes variedades de vid a un estrés hídrico prolongado (sobre todo midiendo su resistencia a la cavitación y embolismo) señala que existe un riesgo bajo de que la viña llegue a alcanzar un estrés hídrico tan severo y que traspase por tanto umbral crítico, que sea letal para la planta, y argumentan que, independientemente de la variedad, los viñedos seguirán siendo productivos durante décadas y señalan que en un contexto de sequía los viticultores podrán reducir la aplicación de agua sin poner en grave riesgo la integridad del viñedo (Charrier y col., 2018). Sin embargo, en zonas semiáridas como en la Región de Murcia y en las condiciones climáticas actuales hemos comprobado que llegar o sobrepasar valores umbrales de potencial hídrico del xilema al mediodía de –1.4 MPa (indicativo de un estrés severo en Monastrell) asociado a una elevada temperatura en verano, típico de estas zonas, aunque no ponga en riesgo la supervivencia del viñedo o no se alcance el umbral crítico de vulnerabilidad al embolismo y cavitación, produce una intensa caída de hoja y reduce de forma importante la calidad de la uva y el vino, incluso aplicando estrategias de riego deficitario (Romero y col., 2010, 2013), además de producir efectos dañinos a largo plazo debido de un severo estrés hídrico acumulado con el paso de los años (Romero y col., 2016a, 2016b).
Un conocimiento del comportamiento fisiológico de la vid bajo una combinación de diferentes factores climáticos (y el estudio de sus interacciones) puede ser útil para determinar su respuesta adaptativa a los efectos producidos por el cambio climático (alta temperatura y concentración de CO2, incremento del déficit hídrico y alta radiación uv–B, entre otros factores). Este conocimiento puede dar algunas herramientas valiosas a los viticultores para poder predecir los posibles impactos y adaptarse mejor a los cambios producidos por el cambio climático.
La respuesta fisiológica de la vid frente al cambio climático y su repercusión en la calidad de la uva y el vino han sido analizadas recientemente en diferentes variedades de vid, tanto en condiciones controladas como en condiciones de campo. Hasta la fecha la mayoría de los estudios sobre los efectos del cambio climático se han centrado en los efectos de un incremento de la temperatura sobre la fisiología de la vid, sin tener en cuenta otros factores ambientales, mientras algunos estudios han analizado también otros escenarios más probables, mediante la combinación de diversos factores climáticos (por ejemplo elevado CO2 y temperatura y sus complejas interacciones) llegando a las siguientes conclusiones:
1. Hay diferencias varietales en la respuesta fenológica de la vid al incremento de temperatura (Sadras y col., 2012). El calentamiento global (un incremento de CO2 y temperatura) produce en general un adelanto en la fenología de la vid (Edwards y col. 2017).
2. El calentamiento global ha producido que la caída de hoja se retrase y que el período de postcosecha (desde la vendimia hasta la caída de hoja) sea más largo y más cálido, lo que puede incrementar el potencial de acumulación de carbohidratos en este período clave (Hall y col., 2016).
3. Las vides expuestas a altas temperaturas tienden en general a reducir las reservas de almidón en el tronco, pero no en las raíces, lo que puede repercutir en el balance de carbono a largo plazo (Sadras y col., 2012). Un incremento de la respiración asociado a altas temperaturas puede disminuir las reservas de carbono en el tronco.
4. Una elevada temperatura produce un desacoplamiento en la acumulación de antocianos y azúcares en las bayas, sobre todo debido a un retraso en el comienzo de la acumulación de antocianos, más que a un cambio en las tasas de acumulación de estos componentes. La alteración en el ratio de antocianos/azúcares puede tener consecuencias para el balance entre el color y el alcohol en vinos tintos (Sadras y col., 2012). La exposición a temperaturas de 35ºC o mayores producen una disminución en la acumulación de antocianos en las bayas debido a dos factores: 1) un incremento en la degradación de antocianos y una inhibición en la expresión/activación de genes relacionados con la biosíntesis de antocianos (Mori y col., 2007). Además las altas temperaturas también cambian la composición de antocianos, hacia una mayor concentración de antocianos acilados (de Rosas y col., 2017).
5. Un adelanto de la maduración de la uva y de la vendimia en algunas variedades y en diferentes regiones climáticas está más relacionado con el adelanto en el comienzo de la maduración que con el incremento en las tasas de acumulación de azúcares (Sadras y col., 2012). Se observa un mayor efecto de la temperatura sobre la maduración de la baya cuando en la cepa hay una mayor ratio hoja/fruto (mayor ratio fuente/sumidero) (por ejemplo cuando hay escasez de frutos) (Sadras y col., 2012).
6. Una elevada temperatura puede alterar algunas características sensoriales de la uva, debido a un retraso o adelanto en el desarrollo de los distintos componentes de la baya (semilla, hollejo y pulpa), o bien producir un desacoplamiento en algunos de los rasgos o características sensoriales dentro de un mismo componente de la baya (por ejemplo entre los aromas e intensidad tánica en las semillas). Esta respuesta se ha comprobado que depende también de la variedad y de las condiciones climáticas de cada año (Sadras y col., 2012).
7. En algunas variedades se ha observado que un incremento de la temperatura adelanta la madurez de la semilla, respecto del hollejo y la pulpa, lo cual puede tener implicaciones enológicas importantes, por ejemplo para el balance entre el amargor y la astringencia del vino (Sadras y col., 2012). Un adelanto en la madurez de la semilla puede ser deseable ya que incrementa en el vino la proporción de taninos derivados del hollejo y una mejora en la calidad tánica. Por el contrario, otros componentes que influyen en la percepción tánica como el azúcar, acidez, alcohol y antocianos pueden ser negativamente afectados por este adelanto en la madurez de la semilla respecto del resto de componentes de la baya (Sadras y col., 2012).
8. En algunas variedades la temperatura altera el desarrollo de caracteres diferentes (positivos y negativos) dentro de un mismo perfil aromático (Sadras y col., 2012). Por ejemplo en Chardonnay una elevada temperatura produce uvas con mayor intensidad en aromas frutales de la pulpa, pero también favorece un mayor contenido de aromas herbáceos de la pulpa.
9. Los efectos de una elevada temperatura sobre el pH y la acidez del mosto y sobre algunos atributos del vino (aromas) son complejos y dependen de la variedad y de la variabilidad climática estacional. Por ejemplo, una elevada temperatura en Chardonnay y Cabenert Franc incrementa el pH y disminuye la acidez, mientras en Syrah no varía (mantiene alta acidez y bajo pH) (Sadras y col., 2012).
10. La exposición a radiación UV–B reduce el intercambio gaseoso, el crecimiento y la producción y produce daño oxidativo, pero aumenta los pigmentos fotoprotectores, la capacidad antioxidante de las hojas y mejora también la calidad de la uva debido a la acumulación de compuestos fenólicos en las bayas. Los efectos de la radiación UV–B dependen del tiempo de exposición, la dosis de radiación y de la interacción con otras variables climáticas (como la radiación y temperatura) (Berli y col., 2013).
11. Una elevada concentración de CO2 y temperatura incrementa las tasas de fotosíntesis, adelanta y/o acelera la maduración de la uva (ºBrix) y el contenido de alcohol en el vino. Por el contrario, la radiación UV–B retrasó la maduración de la uva, asociada con una reducción en la fotosíntesis neta, lo cual contrarrestó los efectos de elevada Tª y CO2 (Martínez–Lüscher y col. 2016). Además la radiación UV–B moduló la acumulación de azúcares y aumentó la biosíntesis de flavonoles y antocianos en las uvas. Por tanto la radiación UV–B puede atenuar en parte los efectos producidos por un aumento de CO2 y temperatura debido al cambio climático (Martinez–Lüscher y col., 2016).
12. La maduración de la uva se ve fuertemente retrasada por el déficit hídrico cuando hay una alta radiación UV–B en combinación, mostrando efectos sinérgicos, debido sobre todo a una reducción en las tasas de fotosíntesis y una alteración en el balance de carbono (Martínez–Luscher y col., 2015).
13. Una elevada temperatura no afecta a la fotosíntesis ni a la conductancia estomática cuando las tasas de conductancia son bajas (< 0,10 mol m–2 s–1), pero incrementa la fotosíntesis y la conductancia cuando las conductancias son más altas (en condiciones más favorables). El tamaño (longitud y anchura) de los estomas se incrementa con la temperatura elevada (Sadras y col., 2012). Se pone de manifiesto el importante papel de la regulación estomática en la adaptación de algunas variedades (como Syrah) a las altas temperaturas (vía refrigeración y modulación térmica de las hojas).
14. Una elevada concentración de CO2 (sin elevada temperatura) incrementa la fotosíntesis y disminuye la conductancia estomática y la transpiración, incrementado por tanto la eficiencia intrínseca en el uso del agua a nivel de hoja y a nivel de planta y reduciendo el consumo total de agua (Edwards y col., 2017). Por el contrario, una elevada temperatura (sin elevado CO2) disminuye de forma importante la eficiencia en el uso del agua a nivel de hoja e incrementa de forma considerable el consumo de agua de la vid. Curiosamente, cuando se combinan ambos factores (elevado CO2 y temperatura) aumenta la fotosíntesis y la eficiencia en el uso del agua a nivel de hoja, y reduce ligeramente la transpiración y parcialmente el consumo total de agua de la vid, compensando parcialmente los efectos negativos de una elevada temperatura (Edwards y col., 2017).
15. La respuesta varietal al calentamiento global es compleja. Se ha observado que el aumento de la temperatura tiene efectos diferentes (incremento o disminución) en la producción, el crecimiento y el índice de Ravaz (producción/peso de poda) (Sadras y col., 2012). Además de las diferencias varietales, parece que esta compleja respuesta de la temperatura depende también de las particularidades climáticas anuales y estacionales de cada región vitivinícola. Se prevé que el calentamiento global reduzca la producción en regiones más cálidas y la incremente en regiones más frías, siempre que el agua no sea limitante. Además se prevé que el aumento de las temperaturas extremas pueda ocasionar un mayor riesgo de plagas y enfermedades (Fraga y col., 2013) y un incremento de las pérdidas de calidad y de rendimiento por golpes de calor, sobre todo en las zonas más continentales y cálidas del centro y sur de la península ibérica (Resco, 2012, 2015).
16. En un estudio realizado en diferentes áreas vitinivícolas de Australia con el objeto de predecir los posibles cambios que pueden ocurrir en la composición de la baya debido al cambio climático se concluyó que, comparado con el año 1990, la concentración media de antocianos disminuiría entre un 3–12% y 9–33% (dependiendo del modelo climático usado) en las regiones del norte de Australia para el año 2030 y 2070 respectivamente, mientras en las regiones del sur de Australia el descenso proyectado fue entre un 2–18% para los mismos períodos de tiempo (Barnuud y col., 2014a). También predijeron grandes reducciones en la acidez de hasta un 40% en Chardonnay y un 15% y 12% para Shiraz y Cabernet Sauvignon respectivamente para el 2070. No obstante la magnitud de este impacto negativo en los atributos de calidad va a depender de numerosos factores como la región vitícola, la variedad y la magnitud del calentamiento, entre otros (Barnuud y col., 2014a).
Teniendo en cuenta los resultados de estos estudios, en regiones vitícolas semiáridas y con temperaturas muy cálidas en verano como en el sur peninsular, un aumento de la temperatura (por ejemplo de las máximas diurnas durante maduración) puede inhibir la síntesis de antocianos y reducir el color de la uva y la acidez, aumentar el grado alcohólico, incrementar la volatilización de compuestos aromáticos (y producir uvas con bajo contenido aromático) e incrementar el riesgo de degradación organoléptica y deterioro del vino (Resco y col., 2016). El aumento del grado alcohólico aunque da una mayor estabilidad a los vinos, puede tener numerosos inconvenientes técnicos (problemas en la fermentación alcohólica y maloláctica, elevados costes de las técnicas de desalcoholización) e inconvenientes para el consumidor (excesivo contenido en calorías, efectos negativos sobre la salud, mayor peligro en la conducción de vehículos, etc..). Además la preferencia de los consumidores de muchos países europeos actualmente se dirige hacia vinos con un contenido de alcohol bajo o moderado (Martínez–de toda, 2016). Es curioso también que un estudio reciente llegó a la conclusión que los vinos con menor contenido alcohólico inducen una mayor atención cerebral a aspectos como el aroma y el gusto.
El incremento esperado de las temperaturas mínimas (nocturnas), que se prevén en la península ibérica durante el período de maduración, puede llevar asociado también una disminución en la calidad del vino (Fraga y col., 2013). Por ejemplo en un estudio de 7 años (2006–2012) realizado en la variedad Monastrell en una zona vitícola de la Denominación de Origen de Jumilla (Cañada del Judío, Jumilla, Sureste de España) se registraron desde cuajado hasta cosecha 19 días de media con Tª ambientales máximas (> 35ºC), principalmente a mediodía y primeras horas de la tarde (en períodos diarios de 5 horas o más de duración), e incluso en algunos años durante el inicio de la maduración de la uva (agosto) se registraron entre 12 y 21 días con Tªmax > 35ºC, lo cual puede haber reducido la síntesis y acumulación de antocianos y otros polifenoles (Mori y col., 2007, Barnuud y col., 2014b). Además las temperaturas mínimas nocturnas durante maduración en esta zona generalmente excedieron los 15ºC, y la diferencia de temperatura entre el día y la noche fue de 15ºC o menos, lo que pudo tener también una influencia negativa en la calidad del vino (Romero y col., 2016c, 2016d). A este respecto nuestra investigación apunta a que años más cálidos (mayor Tªmax, Tªmin y DPV) produjeron en general peores índices de calidad de uva Monastrell que en años menos calurosos (Figura 3A–D). Además en esta variedad, Tª de bayas por encima de 38ºC al mediodía y en racimos expuestos al sol parecen ser dañinas ya que redujeron la concentración de compuestos fenólicos (Figura 3E–H). También observamos como en esta zona de Jumilla racimos en sombra tuvieron más ºBrix que racimos completamente expuestos al sol, y este efecto sea acentuó más en condiciones de estrés hídrico severo (Figura 4). Estos resultados indican que en regiones semiáridas y muy cálidas como el sureste español, hay zonas que actualmente experimentan un excesivo estrés climático y no son adecuadas para producir uva y vino Monastrell de calidad. Además se espera que el cambio climático agrave esta situación en el futuro, reduciendo las zonas más aptas para producir uvas y vinos de calidad. Esto va a motivar que los viñedos se localicen en zonas de mayor altitud (para compensar los efectos de las altas temperaturas) y que se seleccionen variedades con más demanda y resiliencia térmica en detrimento de otras variedades más sensibles.


Figura 3. Relaciones significativas encontradas entre diversos índices y parámetros de calidad de uva Monastrell y parámetros climáticos y ambientales (A–D) y entre la concentración polifenólica y la temperatura de la baya (E–H). En A–D cada punto representa un año distinto (período 2006–2012) (Romero y col., 2016c).


Figura 4. Efectos del grado de exposición de los racimos sobre los sólidos solubles totales (º Brix) en condiciones de estrés hídrico moderado y severo en viñas Monastrell (Romero y col., 2013).
Las medidas de mitigación requieren de la intervención humana y generalmente se contemplan a más largo plazo. Son principalmente determinadas por acuerdos y políticas nacionales e internacionales y soluciones tecnológicas a escala global, y sobre todo se basan en reducir las fuentes de emisiones de CO2 y de otros gases de efecto invernadero e incrementar los sumideros, mientras que las medidas de adaptación se contemplan a más corto o medio plazo, involucran a entidades locales y también a acciones individuales y privadas y se refieren principalmente a la respuesta natural (de los ecosistemas) y humana (de los individuos y de las sociedades) frente al cambio climático actual y futuro (Fraga y col., 2013). Ambas son estrategias complementarias para reducir los riesgos asociados con el cambio climático (IPCC, 2014).
Aunque el cambio climático es un problema colectivo (ya que todos los países están implicados) y tiene una proyección a escala global, la contribución de los países a la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera ha sido muy diferente. De hecho aquellos países más vulnerables al cambio climático han contribuido o contribuyen muy poco al total de las emisiones de gases de efecto invernadero. No obstante, las medidas efectivas de mitigación no se alcanzarán si los países actúan individualmente y guiados por sus propios intereses, sino que requerirá de la cooperación internacional para reducir de manera efectiva las emisiones de gases de efecto invernadero. Así el IPCC en su último informe concluyó:
“Limitar los efectos negativos del cambio climático para el siglo XXI dentro de un marco de desarrollo sostenible es necesario. Si se reducen de manera sustancial las emisiones de gases en las próximas décadas mediante medidas efectivas y ambiciosas de mitigación disminuirá de forma considerable los riesgos asociados al cambio climático, se limitará el calentamiento global para la segunda mitad del siglo XXI y más allá y aumentarán las perspectivas para que las medidas de adaptación que se lleven a cabo sean efectivas. Si por el contrario se retrasan estas medidas o no se hacen esfuerzos adicionales de mitigación a los de hoy en día (e incluso con medidas de adaptación), el calentamiento a finales de siglo (previsto de hasta 4ºC o más) producirá un riesgo muy alto de impactos severos e irreversibles a escala global y limitará el potencial de adaptación en algunos casos. Las medidas de mitigación pueden llevar asociados también algunos riegos y efectos adversos, pero estos riesgos no son tan severos, globales e irreversibles como pueden ser los riesgos asociados al cambio climático. No obstante algunos riesgos son ya inevitables, incluso con mitigación y adaptación” (IPCC, 2014).
De acuerdo con las proyecciones climáticas realizadas para Europa y España (Fraga y col., 2013, 2016; Resco y col., 2015; Guiot y Cramer, 2016), serían las regiones del sur de Europa y del arco mediterráneo, y sobre todo el sur y el este de la península ibérica, las que necesitarían realizar los mayores esfuerzos de adaptación con mayores costes para mantener la calidad y la productividad, ya que estas regiones son las que van a experimentar un estrés hídrico más severo y cambios de mayor magnitud que otras áreas vitivinícolas (Resco y col., 2016). Por ejemplo un estudio llevado a cabo para explorar las posibles medidas de adaptación al cambio climático de las diferentes regiones vitivinícolas españolas, señala que la D.O. de Jumilla y La Mancha son dos de las zonas más vulnerables, y que pueden sufrir un alto impacto debido a mayor incremento en la temperatura proyectada y una mayor reducción de la precipitación (Resco y col., 2016). En estas zonas que en la actualidad son cálidas y semiáridas, el aumento de la aridez y la reducción de las precipitaciones (que se prevén en el futuro) van a incrementar la escasez de agua, haciendo de la disponibilidad de agua para riego un factor aún más limitante para la agricultura. El incremento de la temperatura también va a generar un déficit hídrico a nivel atmosférico que va a producir un aumento en la tasa de evaporación que algunos estudios sitúan en un 25% superior al actual para finales del siglo XXI (Savé y col., 2017). En este escenario el aumento de la evapotranspiración y de las necesidades hídricas de la vid va a hacer necesario el aporte de agua a través del riego para mantener la sostenibilidad del viñedo y prevenir un estrés severo en numerosas regiones vitivinícolas y denominaciones de origen del sur peninsular (Resco y col., 2016). En su estudio Resco y col. (2016) señalan que en regiones altamente vulnerables como Jumilla o La Mancha tres de las principales medidas de adaptación al cambio climático serían combinar la selección de variedades y portainjertos de vid más tolerantes a la sequía y altas temperaturas, cambiar las prácticas de manejo del suelo e incrementar la disponibilidad de agua mediante el riego. Aunque muchos viñedos mediterráneos están cultivados en la actualidad en secano, una de las principales medidas de adaptación para el viñedo en estas zonas será necesariamente (si se quiere mantener éste) la aplicación de un riego eficiente en numerosos viñedos, con cambios importantes en las prácticas del manejo del riego mediante la implementación de estrategias, técnicas y tecnologías del riego que ahorren agua y mejoren la eficiencia en el uso y aplicación del agua de riego. En este sentido, la mejora de la eficiencia en el uso del agua y de la calidad de uva mediante la aplicación de técnicas de riego deficitario ha dado resultados prometedores en ambientes semiáridos (Romero y col., 2016a 2016b). En la misma línea, un estudio reciente en Portugal, donde se simuló a medio plazo (2041–2070) la aplicación de un riego deficitario eficiente como posible medida de adaptación del viñedo al cambio climático, concluyó que el riego alivió el impacto del cambio climático al reducir significativamente las pérdidas proyectadas de la producción, pero en algunas de las zonas más cálidas y secas las producciones disminuyeron todavía de forma considerable incluso con riego, lo que se atribuyó a efectos sinérgicos de un estrés térmico e hídrico (Fraga y col., 2018). Estos autores proponen medidas de adaptación adicionales al riego si se quiere mantener la sostenibilidad del viñedo a largo plazo (Figura 5). Entre las medidas de adaptación y mitigación de la viticultura frente al cambio climático (adicionales al riego) que se han propuesto y se están llevando a cabo se encuentran: (1) Selección de material vegetal mejor adaptado y más tolerante a las nuevas condiciones climáticas de sequía y altas temperaturas, incluyendo portainjertos, clones y variedades (recuperación de material genético tradicional y local y/o el desarrollo de nuevo material genético aprovechando la extensa diversidad genética de la vid) (Fraga y col., 2013, Brancadoro y col., 2017, Wolkovich y col., 2018).


Figura 5. Diferentes medidas de adaptación del viñedo al cambio climático compatibles con una viticultura sostenible y de bajo impacto ambiental. A) Utilización de cubiertas vegetales entre las calles. B) Utilización de microorganismos beneficiosos como bioestimulantes (hongos micorrícicos arbusculares y bacterias promotoras del crecimiento). C) Utilización de mallas de sombreo. D) Cambio en la localización y orientación de los viñedos. E) Utilización de filtros protectores solares para evitar daños por altas temperaturas. F) Aplicación de estrategias y técnicas de riego deficitario para ahorrar agua y mejorar la eficiencia en el uso del agua y la calidad de la uva y el vino.
En este sentido recientes avances realizados sobre la caracterización de la variabilidad genética de la vid en el control del uso del agua y del estado hídrico apuntan a que la tolerancia al déficit hídrico de la vid puede venir dado por diferentes mecanismos fisiológicos, inducidos bien por el patrón y/o bien por la variedad (Simmoneau et al., 2017). Estos mecanismos fisiológicos relevantes que favorecen el mantenimiento de un estado hídrico óptimo de la vid en situaciones de baja disponibilidad de agua se pueden agrupar en tres categorías: a) adaptaciones que limitan la pérdida de agua (fuerte control estomático, regulación del área foliar, entre otras), b) adaptaciones que controlan el transporte de agua en la planta (mantenimiento de la conductancia hidráulica de la raíz y en la planta), y c) adaptaciones o mecanismos que incrementen la absorción de agua (mayor desarrollo radicular, mayor capacidad de absorción de agua, mayor expresión de proteínas de membrana, acuoporinas etc…). Estos autores proponen que estas adaptaciones fisiológicas son importantes y deben tenerse en cuenta en los programas de selección, adaptación y mejora del material genetico de la vid.
(2) Uso de microorganismos beneficiosos (hongos y/o bacterias) como estrategia para aumentar la tolerancia al déficit hídrico y la absorción de nutrientes en vid (Trouvelot y col., 2015); (3) uso de cubiertas vegetales para la mejora del manejo del suelo del viñedo (Ibañez et al., 2013; Trigo–Córdoba y col., 2015); 4) uso de mallas de sombreo y filtros o protectores solares para reducir el daño por altas temperaturas (Caravia y col., 2016); 5) modificaciones en la orientación de las filas, en la altura del tronco y de la espaldera y en la cubierta vegetal (Cuevas y col., 2006); 6) modificaciones y retrasos en la poda con el fin de retrasar la fenología de la vid (vendimia) o 7) el uso de bioestimulantes y elicitores naturales con bajo impacto ambiental y que activen los mecanismos de defensa de la planta y la síntesis de polifenoles en las uvas (Ruiz–García y col., 2013).
No obstante estas medidas contempladas a corto y medio plazo no serán del todo eficaces o quedarán como simples parches si no se adoptan dentro de sistemas de producción vitivinícola más sostenibles basados en criterios agroecológicos, sociales y medioambientales (no solo en criterios económicos y productivistas) y donde se promueva la búsqueda de la calidad y sostenibilidad ambiental como un factor clave y como una estrategia fundamental para producir uva y vino de forma diferenciada, viable y sostenible a largo plazo en un escenario de cambio climático. Beneficios adicionales a los puramente económicos deberán ser considerados una prioridad en un futuro (por ejemplo la fertilidad del suelo, la salud humana, la calidad y el valor nutracéutico del producto, la protección de la biodiversidad y del medio ambiente, la conservación del paisaje y de los recursos naturales, el bienestar social y el mantenimiento de la población rural y la conservación del patrimonio cultural y tradicional, entre otras). Para ello se requiere poner todos los esfuerzos en varios aspectos importantes en el ámbito de la agricultura en general y de la viticultura en particular: 1) buscar y llevar a cabo ideas arriesgadas e innovadoras, a veces drásticas, que supongan mejoras reales y eficientes, un avance en el conocimiento, y un cambio de conciencia y de comportamiento en la sociedad humana, aunque sea a costa de cambiar o romper con el paradigma existente, 2) aplicar ampliamente tecnologías nuevas o ya existentes, limpias y verdes (de bajo impacto ambiental) en el ámbito agrícola y basadas en criterios agroecológicos (Rockstrom y col. (2017) y 3) combinar estas medidas e integrarlas con el conocimiento y las prácticas locales y tradicionales y con la sabiduría de comunidades locales e indígenas que llevan miles de años viviendo de forma respetuosa y armónica con la naturaleza, tal y como recomienda el IPCC en su 4º informe (IPCC, 2014).
En particular en el caso de la viticultura, los viticultores tendrán que llevar a cabo una serie de profundos cambios y ajustes en su modelo tradicional de producción y dirigirse hacia una viticultura medioambientalmente más sostenible para enfrentase a los riesgos asociados con el cambio climático y a otros problemas medioambientales (Horton, 2017). Algunas de estos cambios y adaptaciones supondrán riesgos y dificultades y un incremento en los costes de producción, pero también nuevas oportunidades. En este contexto, el análisis económico de (costes/beneficio) de las diferentes prácticas agronómicas y medidas de adaptación propuestas será también necesario para evaluar los riesgos y oportunidades, así como el cálculo de las emisiones de GEIs, de la huella hídrica y del carbono para evaluar su impacto medioambiental y su sostenibilidad a largo plazo. En muchas regiones vitivinícolas y Denominaciones de origen, sobre todo en las más vulnerables (por ejemplo, en el sur de España, como La Mancha, Jumilla, Montilla, Condado de Huelva), se tendrán que hacer los mayores esfuerzos de adaptación y será necesario en estas zonas cálidas y con escasez de agua combinar distintas medidas de adaptación, sobre todos las relacionadas con el manejo y la disponibilidad de agua (Iglesias y Garrote, 2015; Resco y col., 2016).
Actualmente el sector vitivinícola encara problemas medioambientales muy graves a los que tendrá que buscar soluciones y entre los que se incluyen principalmente: el uso y gestión del agua, la generación y gestión de los residuos, el uso de productos químicos, el uso y manejo de la tierra y el uso energético y la emisión de gases de efecto invernadero (GEIs). Con respecto a este último punto, la producción vitivinícola consume una gran cantidad de energía, lo cual general una significativa cantidad de GEIs, sobre todo por el uso de fertilizantes, pesticidas y combustible. Así, se estima que el potencial de contribución de la producción de vino tinto al calentamiento global está entre 0,86 kg CO2 eq. y 2,17 kg CO2 eq. por botella (Mariani y Vastola, 2015).
También será necesario implementar métodos de trabajo más respetuosos y que tengan efectos más favorables sobre la población y el medio ambiente rural. Muchas de las medidas de adaptación contempladas se pueden combinar fácilmente entre ellas e integrarlas junto con otras dentro de un modelo agroecológico y holístico de viticultura sostenible. Además la integración de estas medidas de adaptación con algunas técnicas que se están empleando actualmente en viticultura de precisión o en la viticultura convencional (gracias a los nuevos avances tecnológicos), puede mejorar el manejo del viñedo en términos de eficiencia, calidad, producción y sostenibilidad al tener en cuenta la variabilidad espacial y satisfacer las necesidades reales de los viñedos (Matese y col., 2015).
La palabra sostenibilidad en ecología y economía se entiende como “algo que se puede mantener en el tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente”. La Viticultura sostenible es definida por la OIV como una estrategia global en la producción de uva y vino, incorporando al mismo tiempo la sostenibilidad económica de las estructuras y territorios, produciendo productos de calidad y teniendo en cuenta los riesgos para el medio ambiente, la seguridad alimentaria y de los consumidores y valorando también los aspectos históricos, culturales, ecológicos y paisajísticos. La idea básica es que la triple finalidad de la sostenibilidad económica, ambiental y social debe ser promovida mediante la implementación de programas apropiados de sostenibilidad ambiental, aplicados a la producción, transformación, almacenamiento, envasado y transporte (Mariani y Vastola, 2015). En España, producir uva y elaborar vinos utilizando métodos sostenibles es una práctica cada vez más extendida entre las bodegas, que están realizando esfuerzos para conseguir vinos de calidad y que además cuiden su entorno. Diversas bodegas ya están apostando por una vitivinicultura más respetuosa con el medio ambiente y que tiene en cuenta el cambio climático y están estudiando alternativas para producir vinos más sostenibles. En este sentido se están desarrollando actualmente proyectos de investigación que aglutinan tanto al sector público como a empresas privadas y que tienen como finalidad última la mejora de la sostenibilidad en la producción de uva de vinificación. Entre sus numerosos objetivos se encuentran el de minimizar la gestión de los residuos, el aprovechamiento energético de la biomasa de la poda, disminuir el uso de pesticidas, reducir el consumo de agua e incrementar su eficiencia, reducción de las emisiones de CO2, mejorar la eficiencia energética, buscar soluciones innovadoras a las enfermedades de la madera y la búsqueda de material vegetal (portainjertos y variedades) más resistente a estreses bióticos y abióticos. En algunos casos las empresas pueden elegir esta orientación más “verde” y sostenible también como estrategia de marketing para alcanzar una diferenciación del producto y ser más competitivo.
Entre los sistemas de producción y transformación no convencional más extendidos y que usan prácticas, métodos y materiales que minimizan el impacto negativo sobre el medio ambiente se encuentra la viticultura orgánica o ecológica (Provost y Pedneault, 2016). El Observatorio Regional sobre cambio climático de la región de Murcia reconoce a la agricultura ecológica como una alternativa productiva ante el cambio climático (ORCC, 2010). Muchas de las propuestas realizadas por el IPCC para reducir las emisiones agrícolas de GEIs a escala mundial coindicen con las que hoy en día se aplican en la agricultura ecológica. Por tanto la agricultura ecológica, sobre todo si se basa en principios agroecológicos, presenta un potencial muy elevado para disminuir las emisiones de GEIs y aumentar el secuestro de carbono en suelo y vegetación (Collins y col., 2015, Muller y col. 2018). Se ha estimado que la eficiencia de captación de carbono en producción ecológica es de 41,5 t/ha de CO2 frente a 21,3 t/ha de CO2 en producción convencional (Smith, 2004) y que los sistemas convencionales utilizan hasta un 50% más de energía (Mader y col., 2002). Otras estimaciones conceden a la agricultura ecológica un potencial de captación de CO2 de 0 a 1,98 t/ha/año dependiendo de las prácticas que se apliquen (ORCC, 2010).
Además los sistemas agrícolas basados en criterios agroecológicos se ha comprobado que pueden ser más resilientes a los efectos dañinos producidos por fenómenos climáticos extremos asociados al cambio climático (Altieri y col., 2015). Estos autores advierten que los cambios o adaptaciones que no modifiquen radicalmente el monocultivo dominante de los sistemas agrícolas actuales, solo podrán moderar temporalmente los impactos negativos del CC. Sin embargo, la mayor ventaja y el beneficio más prolongado resultarán probablemente de la adopción de medidas agroecológicas más radicales, como son la diversificación de agroecosistemas en la forma de policultivos, sistemas agroforestales y cultivos mixtos con ganadería, acompañados de un manejo orgánico del suelo, medidas para la conservación de agua y para incrementar la agrobiodiversidad. Este estudio concluye que el grado de difusión efectiva que tengan estas medidas agroecológicas en el futuro determinará en gran medida como los sistemas agrícolas son capaces de adaptarse al cambio climático (Altieri y col., 2015). A este respecto, en un reciente experimento con datos todavía no publicados, se compararon viñedos cultivados de forma tradicional con un viñedo cultivado bajo un sistema agroforestal, donde se combinaban árboles (álamos y robles) con viñas (Riesling y Cabenernet franc). Los resultados mostraron que el sistema agroforestal favoreció una mayor disponibilidad de nitrógeno en las viñas y mejoró el estado hídrico de la planta sin mostrar efectos negativos en la calidad del vino. Evidentemente más estudios son necesarios en diferentes condiciones edafoclimáticas y experimentales y en otras variedades, para sacar conclusiones sólidas sobre este sistema de cultivo agroforestal del viñedo como medida de adaptación/mitigación al cambio climático.
En este mismo sentido Rahmann y col. (2016) en una excelente revisión concluyeron que la agricultura ecológica puede jugar un papel muy importante en resolver los retos del futuro a los que se enfrenta la agricultura y la producción de alimentos, incluida la seguridad alimentaria, la reducción del impacto de las actividades agrícolas sobre el medio ambiente, y como medida de adaptación/mitigación frente al cambio climático. Estos autores en su artículo “Organic agriculture 3.0 is innovation with research” proponen para los próximos 30 años, y con un enfoque integrador, estimular una evolución de la agricultura ecológica mediante la investigación y la innovación con distintas líneas de actuación, incluyendo entre otras, la selección e implementación a gran escala de las mejores prácticas agronómicas procedentes de la agricultura ecológica, la necesidad de incorporar estrategias sostenibles y saludables de la agricultura convencional y tecnologías que se usan en agricultura de precisión, y educar a los consumidores hacia hábitos de consumo y de alimentación más sostenibles y responsables, con menos impacto medioambiental y más saludables (Horton, 2017). No obstante, aunque la agricultura ecológica puede ser efectiva para reducir el impacto ambiental y mitigar el cambio climático, en muchos casos puede también incrementar la complejidad en la estructura del viñedo y su manejo (por ejemplo en un mayor requerimiento en labores de cultivo) (Merot y Wery, 2017) reducción de producción y mayor demanda de tierra cultivable.
Otro de los sistemas de producción vitícola poco extendido actualmente y que puede ser una alternativa eficiente y sostenible a largo plazo, es la viticultura biodinámica. La agricultura biodinámica está fundada en los principios de la filosofía antroposófica y se la considera algunas veces como una evolución extrema de la agricultura ecológica y en esencia representa una visión holística de la agricultura (Castellini y col., 2017). Villanueva–Rey y col. (2014) en un estudio comparativo del ciclo de vida entre un viñedo convencional y otro biodinámico en el norte de España concluyeron que la conversión a la viticultura biodinámica es una alternativa atractiva en términos de sostenibilidad medioambiental y características organolépticas del vino y que puede tener especial relevancia en un contexto de cambio climático. Con la viticultura biodinámica se reduce de forma muy importante el impacto medioambiental y puede contribuir de forma drástica a mitigar los efectos del cambio climático, ya que disminuye en un 80% el gasto en combustible (diésel) debido a una menor aplicación de fertilizantes y productos contra plagas y enfermedades y debido también al mayor uso de mano de obra y una reducción de la mecanización del viñedo (Villanueva–Rey y col., 2014). A la vista de estos resultados y debido a la escasa información científica existente sobre este tema, es necesario y urgente estimular el desarrollo de proyectos de investigación que evalúen de una forma global, realista y rigurosa estos y otros modelos alternativos de enoviticultura que puedan desarrollarse en el futuro, con el fin de ir hacia una viticultura integral, holística y económica y medioambientalmente sostenible como medida de adaptación y mitigación al cambio climático.
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